Cuando despertó -después de 18 vueltas en la cama que intentaban reconciliarle con el sueño- y pudo puntualizar su primer pensamiento, dudó si su estado de embriaguez se había iniciado hace unas horas, o si se había pasado borracho la vida entera.
Durante el disturbio de la mañana escuchaba voces retumbar en su cabeza, comentarios, risotadas, como si transitase en un túnel de ecos que le traían la repetición de muchos momentos vividos, en medio de una sensibilidad particular, en la que coexistían chistes y discusiones recientes, de la noche anterior, y sobrevivían recuerdos sumamente antiguos (adolescencia, primeros trabajos, un amigo en otros continente y otras miles de borracheras).
A la película sónica que le entretenía, se sumaban las sensaciones del olor del cigarrillo, el gusto del alcohol y el brillo de la noche, ya fatalmente extinguida.
El pensamiento, a diferencia de lo que han afirmado los científicos, parecía tener mucho más que siete salidas simultáneas. La aún naciente mañana hizo del pasado una materia viva, como si el vino fuese un conector en el tiempo, como si anoche se hubiese montado en una nave de la física cuántica.
A pesar de que no era posible concentrarse, la sensación de estar bombardeado por sonidos, frases, imágenes y emociones, que databan de desde unas horas atrás hasta años remotos, era grata.
Lo único que no le provocaba era lo único que tenía que hacer: pararse de la cama.
Después que el alcohol penetró durante horas los neurotransmisores y el cuerpo y el cerebro llegaron a tal estado de éxtasis, sus neuronas se habían quedado también sin capacidad de establecer contacto con la escasa serotonina que su organismo producía.
Disfrutar así implica no hacer nada. Sólo reír. Reír sabroso, pero estar incapacitado para casi todo. Permite elucubrar poesías baratas sobre la cercana presencia de los dioses cuando el alcohol fluye por la sangre y auscultar una curiosa capacidad para verse a si mismo, en unos espejos que la sobriedad no permite.
“Tomar discapacita”, se dijo con sorna, “pero hace llevadera la existencia”.
En ese momento en el que la inteligencia se reactivó y una sonrisa para sí apareció en su rostro, pudo levantarse y dejar en la cama la mayor parte de los sonidos e imágenes con los que se había levantado. También trató de deshacerse de las pocas culpas que se le inoculan cuando tomaba de esa forma. De mantener consigo las viejas canciones que hoy sonaban en el i pod particular de su cerebro, que siempre está en random.
Al incorporarse, sus pies se tropezaron en el piso con un objeto contundente. Tardó en reconocer, por la penumbra que aún se esforzaban por mantener las persianas cerradas, que se trataba de una botella olvidada, sacada del bar a último momento, llamada como a un figurante al que un guionista escribió una línea de poca trascendencia, perdida en la memoria ya inexistente del final de la noche.
Una botella de vino sansón, un licor barato, viscoso y dulce que en décadas pasadas usaban la doñas para cocinar y los jóvenes tomaban a escondidas cuando descubrían a tientas la existencia del alcohol en la vida.
Contenía cuatro dedos restantes, vistos a la luz que se empeñaba en entrar al cuarto. La empinó, vació en una forzosa pero suficiente bocanada su contenido, sintió un frescor en alguna parte posterior de la cabeza, y se levantó a regañadientes a empezar la jornada.
Cuando llegó al espejo de su baño se miró al rostro como quien se ofrece los buenos días.
verdades que se susurran, mentiras en alta voz y otras comunicaciones necesarias
Sunday, June 29, 2008
Thursday, June 19, 2008
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