La caja contenía, además de objetos de algún valor recordatorio, fotos desperdigadas de épocas distintas, blanco y negro y color, viejas, viejísimas y no tan viejas, y más de veinte cartas recibidas y por enviar (nunca enviadas).
De cuando en cuando le venía la tentación de volver a ella, abrir sus ajados y falsos dobleces de papel de regalo, pero siempre le detenía el temor a que algún sentimiento despertara ante una oración, un rostro o un objeto ínfimo de esos que contenían toda una historia, y él se quedara detenido en el tiempo, extrañando y maldiciendo por el paso de los años.
Pero esa tarde Juan no pudo deshacerse del deseo de regresar al pasado. Salió del trabajo y llegó a casa resuelto, como si nunca antes hubiera dudado, a buscar aquella carta que 13 años atrás le había escrito a su primer amor, explicándole por qué la dejaba.
Sabía que allí había una frase que por años le pareció magistral y “toda-explicatoria”, como recordaba que había dicho aquella tarde lejana ya, en una mesa de cafetín, justo cuando le leía su pieza de despedida. Pero, de pronto, ante el paso inexorable de los días y la consecución indetenida de historias reales de la cotidianidad, no la recordaba.
Por esos días Juan sentía que en algún momento su vida había perdido sentido, que sus días no tenían trascendencia y, una vez más, el inconsciente lo llevaba a rastras a pensar que si aquella historia hubiese continuado, su vida le seria más leve, o, por el contrario, tendría el suficiente peso como para serle llevadera, parecería albergar alguna misión.
Regresar a aquella frase, se le ocurrió, le permitiría convencerse, comprender de nuevo y con claridad, recordar las estrictas razones por las cuales esa historia había desaparecido, y cómo ese, más bien, a contraparte de lo que sentía, habría sido el mejor desenlace para su vida.
Al abrir su caja de los recuerdos encontró una pequeña campana que una vez había robado de una iglesia; una tarjeta de cumpleaños que le regaló una linda adolescente que nunca más volvió a ver después de terminado el bachillerato; una corbata que le regaló su abuela recientemente fallecida; un marca-libros que no sabía por qué había guardado y algunos rostros que reconocía y otros que no en algunas de las fotos tropezadas.
Después de mucho, Juan disfrutaba de nuevo de la expedición que le ofrecía su privada máquina para viajar en el tiempo.
La carta que buscaba seguía doblada con la técnica origami con que doblaba las cartas en aquellos años. Una técnica que había aprendido trabajando de voluntario en el Museo de los Niños, donde eventualmente lo asignaban en el aula de técnicas de doblado oriental que a los niños, y sobre todo a las niñas, les encantaba.
Estaba escrita en papel salmón y contaba por escenas las causas por las que aquella relación debía concluir. Eran ideas abstractas, llenas de eco, parecidas a las pinceladas de un boceto que no termina de ser cuadro. Pero escuchadas en la voz de un adolescente, para la que habían sido escritas originalmente, parecían, eso sí, una declaración de convicciones incomprendidas, un decreto inamovible.
Juan se paró un momento para hacer acompañar su momento con el sonido de un álbum recién descubierto, la producción independiente Better, de la rusa-americana Regina Spektor.
Regresó a la carta y siguió leyendo. Días aciagos aquellos. Turbulencia estudiantil con caos hormonal, incomprensión del presente y el futuro con sensibilidad extrema. Las preguntas básicas de la vida estaban todas hechas ya, pero todas estaban también por responder: de dónde venimos, si los valores son todos relativos qué entonces está bien y qué está mal, para qué estamos aquí, para dónde vamos.
El amor era ineludible, pero también era un estorbo. Una sombra enorme que se interponía, exigía espacios y tiempos entre el Juan de aquellos días y la necesidad de resolver sus angustias, conocer su destino.
If I kiss you where it's sore
If I kiss you where it's sore
Will you feel better, better, better
Will you feel anything at all
Will you feel better, better, better
Will you feel anything at all
La particularísima voz de Spektor era como un anuncio de esperanza, como si algo que estaba por llegar y le quitaría la ansiedad se anunciara.
You're getting sadder, getting sadder, getting sadder, getting sadder
And I don't understand, and I don't understand
But if I kiss you where it's sore
If I kiss you where it's sore
Will you feel better, better, better
Sin advertirlo, la lectura de Juan llegó a la frase que buscaba. Tuvo que devolver los ojos pues a la primera leída no la reconoció.
“Si hubiese sabido en algún momento de lo que iba a ser capaz no lo habría escogido”.
A Juan le pareció insignificante. En su imaginario ya aquella frase no tenía el mismo impacto que en otros tiempos. Le lucía hueca.
La frase sonaba reveladora, parecía una confesión, y en su tiempo era una buena treta, lograba su propósito, confundir sin decir nada. Sobre todo confundirse a él. Pero ya no significaba ninguna cosa. “Si hubiera sabido qué, habría evitado qué”, pensó Juan, que quedó descubierto frente a si mismo, desnudo frente a su error injustificado.
Entonces develó sus temores. Más que tener miedo de quedarse atado a algún contenido emocional del pasado de aquella caja, lo que Juan temía más bien era que la frase que buscaba como piedra filosofal ya no significara nada.
Y que, con más razón ahora, lamentara cada maldito día en el que aquella historia había terminado, y él se hubiese quedado en el vacío, tratando de conseguir un nuevo rumbo que le fuera propio sin haberlo logrado.
Will you feel better, better, better
Will you feel anything at all
Anything at all
Desconcertado y con apremio para olvidar, Juan guardó cada objeto de nuevo y cerró de nuevo la carta, que esta vez ya tenía vencido los dobleces de origami y hubo de quedar semiabierta.
Juan se guardó la caja en su rincón desapercibido del closet. Ya comenzaba una nueva canción de Spektor, Fidelity. Se sirvió un licor sin hielo y se sentó frente a su cuaderno de notas en el comedor de la sala, y allí escribió: “La frase ya no dice nada. El tiempo ha cambiado las cosas de lugar, ya no las reconoce, ni las reconozco yo, perdieron su significado. Hay engaños que tardan años en ser reconocidos, pero siempre son reconocidos”.
Juan cerró el cuaderno, se terminó de tomar de un trago el licor que le quedaba, y se marchó a caminar y a buscar una excusa que le permitiera extraviarse en lo que quedaba de tarde.
verdades que se susurran, mentiras en alta voz y otras comunicaciones necesarias