Hay días en que el sol sale distinto. Lo notamos. Estamos pensando en nosotros antes que el vértigo que nos espera. Y estamos cansados de que un pequeño pero temible y misterioso lado oscuro nos tiente y, a veces, si pasa lo peor, nos domine.
Son días para recomenzar. Son los días posteriores a la implosión. En rigor, es un ciclo. Pero cuando esto ocurre, inevitablemente se siente, de todos modos, que estamos comenzando otra vez.
Quizás sea el momento de dejar de decir tanto susurro. Subir un poco la voz. Y atreverse a existir.
textos breves pero desesperados
verdades que se susurran, mentiras en alta voz y otras comunicaciones necesarias
Thursday, October 30, 2008
Loop
Angustiado ya por el paso de los minutos, y cansado de repetir vueltas sobre las mismas calles, me detuve junto a una señora que parecía esperar un bus y le pregunté cómo hacía para llegar a la Plaza de los Codos de la avenida Parisca. La señora, mucho más calmada que yo aunque fuera ella la peatona y quien dependía de un bus, me dijo que me encontraba ya en la avenida Parisca y que la plaza en cuestión estaba, a dos cuadras, cruzando a la derecha, detrás de unos árboles frondosos que desde fuera no la dejaba ver.
Por los árboles frondosos había pasado ya dos veces y justo allí había cruzado a la derecha, sin poder visualizar la dichosa plaza. “El problema de las direcciones”, me dije, “es que son la explicación de otros sobre un asunto y no tu hallazgo propio”. A pesar de eso, en ese momento me habría gustado tener un GPS, una guía telefónica o un folleto turístico, pero qué va, no tenía mapa a la mano.
Di una vez más la vuelta y allí estaban otra vez los árboles frondosos, sin la plaza de los Codos. Se me hacía que al dar la vuelta la plaza volvía a aparecer y se escondía justo cuando yo pasaba, nada más para hacerme una broma, aunque ya la broma se estaba haciendo pesada.
A veces me pregunto si mi casa, cuando estoy en el trabajo, sigue ahí, solitaria y sin testigos, o si desaparece hasta que yo regrese a ella o se va al supermercado para conversar con la señora cubana que atiende la caja, siempre tan afectuosa y pendiente de marcar bien las ofertas en la registradora.
Quizás ahorita mi casa esté en ese mundo desconocido en el que se encuentra también la plaza de los Codos, todo ese mundo que nosotros imaginamos que sigue allí aunque no lo veamos. De pura confianza.
Al dar ya la cuarta vuelta, vi a la señora montarse en el bus y dejarme sin siquiera tener a quien preguntar. Así que detuve el carro, lo estacioné, y me fui hacia los árboles frondosos. Y desde allí, mirando hacia el frente, casi diagonal, se divisaba la plaza, honrando la confianza de todos los que me contaron donde estaba, aunque no la vieran en ese instante.
Era imposible verla desde el carro y cruzando hacia la derecha, pues pendiente de la vía, la plaza nunca formaba parte del panorama en el que se enfocaba la atención de la vista.
“Quizás yo habría dicho que la plaza estaba al lado del edificio de ladrillos rojos”, me dije, “eso es lo que agregaré si alguien me pregunta cómo llegar aquí”.
Por los árboles frondosos había pasado ya dos veces y justo allí había cruzado a la derecha, sin poder visualizar la dichosa plaza. “El problema de las direcciones”, me dije, “es que son la explicación de otros sobre un asunto y no tu hallazgo propio”. A pesar de eso, en ese momento me habría gustado tener un GPS, una guía telefónica o un folleto turístico, pero qué va, no tenía mapa a la mano.
Di una vez más la vuelta y allí estaban otra vez los árboles frondosos, sin la plaza de los Codos. Se me hacía que al dar la vuelta la plaza volvía a aparecer y se escondía justo cuando yo pasaba, nada más para hacerme una broma, aunque ya la broma se estaba haciendo pesada.
A veces me pregunto si mi casa, cuando estoy en el trabajo, sigue ahí, solitaria y sin testigos, o si desaparece hasta que yo regrese a ella o se va al supermercado para conversar con la señora cubana que atiende la caja, siempre tan afectuosa y pendiente de marcar bien las ofertas en la registradora.
Quizás ahorita mi casa esté en ese mundo desconocido en el que se encuentra también la plaza de los Codos, todo ese mundo que nosotros imaginamos que sigue allí aunque no lo veamos. De pura confianza.
Al dar ya la cuarta vuelta, vi a la señora montarse en el bus y dejarme sin siquiera tener a quien preguntar. Así que detuve el carro, lo estacioné, y me fui hacia los árboles frondosos. Y desde allí, mirando hacia el frente, casi diagonal, se divisaba la plaza, honrando la confianza de todos los que me contaron donde estaba, aunque no la vieran en ese instante.
Era imposible verla desde el carro y cruzando hacia la derecha, pues pendiente de la vía, la plaza nunca formaba parte del panorama en el que se enfocaba la atención de la vista.
“Quizás yo habría dicho que la plaza estaba al lado del edificio de ladrillos rojos”, me dije, “eso es lo que agregaré si alguien me pregunta cómo llegar aquí”.
Leve
Al despertarse, lo primero que hizo Eladio fue prender su computador y, aún medio dormido, ir a la página web de Osho, donde estaban reunidos y clasificados todos los pensamientos de este iluminado pensador del siglo pasado, y en la que leía su oráculo cada vez que comenzaba el día.
El mensaje del día parecía inofensivo, pero versaba sobre un tema que a Eladio le venía dando vueltas en la cabeza, y sobre el cual pendía el sentido mismo de sus decisiones, de su manera de vivir.
Primero aparecía este dibujo: con trazos orientales y una combinación simple de dos colores, vemos a un angustiado mortal tratando de llevar el equilibrio en el mismísimo cielo, saltando de un ave a otra, mientras ellas vuelan, es decir, nuestro hombre indefenso camina en el vacío.
El dibujo se hace acompañar por una idea que es la que le corresponde a la carta que le ha tocado leer hoy a Eladio. “The past is no more and the future is not yet: both are unnecessarily moving in directions which don't exist. One used to exist, but no longer exists, and one has not even started to exist”.
Lucía como una frase más de las que habitan el almacén oriental de las ideas, en las que los tiempos no son tiempos, el yo no es el yo, la muerte no es la muerte y el bien y el mal no existen. Pero ésta le hizo un clic inesperado. “El pasado ya no existe y el futuro no existe aún: ambos se mueven innecesariamente a direcciones inexistentes. Uno existió pero no existe más, y el otro ni siquiera ha empezado a existir”.
Era un trabalenguas, pero él le dio significado a esas ideas de inmediato. Pensó que era cierto. Que su vida de todos los días presentes y por venir estaba atada férreamente a su pasado. Que no cabía persona a la que conociera a la que él no sintiese la necesidad de contarle sobre su familia, sus padres periodistas, el amor perdido, sus dudas vocacionales y su tránsito por los distintos sistemas de creencias religiosos y políticos.
También contaba sobre un accidente en el que casi había perdido la vida en la adolescencia. Pero lo peor es que, aún sin existir, Eladio creía que su vida estaba encaminada hacia un futuro que sin nacer ya estaba equivocado. Tenía la intuición de que, su trabajo, sus amigos, su manera de relacionarse con mujeres y desconocidos, lo llevaban hacia un lugar al que no quería ir.
Era un tipo que necesitaba de muchas palabras para sentirse presentado, muy descontento con el camino que llevaba su vida. Y fue esa mañana que decidió que, en adelante, ni la abstracción de su pasado ni la ilusión de su futuro existirían más.
Comenzó por levantarse de su computadora y olvidar ex profeso, por ejemplo, sus rutinas mañaneras: en lugar de ir a preparar un café fue primero al baño, y sentado en el baño, en lugar de leer, decidió cantar.
Al salir de casa, decidió no hacerlo por el ascensor: no por fácil y aprendido ésa era la manera de bajar hacia el estacionamiento. Y en el estacionamiento, decidió pasear por muchos puestos donde otros vehículos estaban estacionados (descubrió que nunca se había fijado en ellos), hasta llegar el suyo, como si lo reconociera por primera vez.
Así pasó el día. Al llegar a la oficina, en lugar de darse su ronda diaria por todos sus compañeros para saludar y dar besitos (“mis complejos para ser aceptados no tienen por qué condicionar mi futuro”), se internó en su cubículo sin pronunciar palabra, y sólo contestó durante la mañana, sin sonrisa forzada de por medio, lo estrictamente necesario.
Cuando llegó la hora modorrada posterior al almuerzo, en la que acostumbraba llamar a mamá y escribir algún e mail a un viejo amigo extrañado, prefirió dormir una siesta budista (10 minutos de relación que equivalen a 2 horas de descanso, con su i pod puesto).
Cuando terminó de trabajar buscó su carro desprevenidamente de nuevo. Camino a casa se dejó perder, tomando vías que no conocía o no eran habituales. Tratando de que la vía le pareciera nueva. Entonces pensó que realmente podía vivir cada día como si fuese distinto del anterior. Pero, “y lo que he aprendido ya?”, “lo pierdo?”.
Al llegar a casa quiso prender la tele, destapar una cerveza y beberla mientras se cambiaba la ropa como era su rutina, y pensó que las rutinas, aunque se repitieran, podían disfrutarse cada vez.
Estaba confundido: no podía dejar de ser quien había sido, pero quería llegar a ser quien se proponía. Era víctima del pasado y adicto al futuro, pero su presente no tenía color ni brújula sin ambas invenciones.
Entonces decidió olvidar con tanta convicción como había creído. Fue a su computadora y no abrió la página web de Osho. Recibió y abrió (lo que no hacía muy frecuentemente) un par de correos colectivos con chistes de gallegos y mensajes sobre Dios y la amistad.
Encendió la música en la sala, mientras buscaba ojear un libro. Ya le había hecho reset al experimento. La voluntad se había acabado (un día de duración). La soledad de su casa le hizo extrañar. Así que desechó el dibujo del hombre caminando en el aire, sobre las aves y sin tiempo. Y a esa hora, apenas caída la noche, llamó a Eugenia.
El mensaje del día parecía inofensivo, pero versaba sobre un tema que a Eladio le venía dando vueltas en la cabeza, y sobre el cual pendía el sentido mismo de sus decisiones, de su manera de vivir.
Primero aparecía este dibujo: con trazos orientales y una combinación simple de dos colores, vemos a un angustiado mortal tratando de llevar el equilibrio en el mismísimo cielo, saltando de un ave a otra, mientras ellas vuelan, es decir, nuestro hombre indefenso camina en el vacío.
El dibujo se hace acompañar por una idea que es la que le corresponde a la carta que le ha tocado leer hoy a Eladio. “The past is no more and the future is not yet: both are unnecessarily moving in directions which don't exist. One used to exist, but no longer exists, and one has not even started to exist”.
Lucía como una frase más de las que habitan el almacén oriental de las ideas, en las que los tiempos no son tiempos, el yo no es el yo, la muerte no es la muerte y el bien y el mal no existen. Pero ésta le hizo un clic inesperado. “El pasado ya no existe y el futuro no existe aún: ambos se mueven innecesariamente a direcciones inexistentes. Uno existió pero no existe más, y el otro ni siquiera ha empezado a existir”.
Era un trabalenguas, pero él le dio significado a esas ideas de inmediato. Pensó que era cierto. Que su vida de todos los días presentes y por venir estaba atada férreamente a su pasado. Que no cabía persona a la que conociera a la que él no sintiese la necesidad de contarle sobre su familia, sus padres periodistas, el amor perdido, sus dudas vocacionales y su tránsito por los distintos sistemas de creencias religiosos y políticos.
También contaba sobre un accidente en el que casi había perdido la vida en la adolescencia. Pero lo peor es que, aún sin existir, Eladio creía que su vida estaba encaminada hacia un futuro que sin nacer ya estaba equivocado. Tenía la intuición de que, su trabajo, sus amigos, su manera de relacionarse con mujeres y desconocidos, lo llevaban hacia un lugar al que no quería ir.
Era un tipo que necesitaba de muchas palabras para sentirse presentado, muy descontento con el camino que llevaba su vida. Y fue esa mañana que decidió que, en adelante, ni la abstracción de su pasado ni la ilusión de su futuro existirían más.
Comenzó por levantarse de su computadora y olvidar ex profeso, por ejemplo, sus rutinas mañaneras: en lugar de ir a preparar un café fue primero al baño, y sentado en el baño, en lugar de leer, decidió cantar.
Al salir de casa, decidió no hacerlo por el ascensor: no por fácil y aprendido ésa era la manera de bajar hacia el estacionamiento. Y en el estacionamiento, decidió pasear por muchos puestos donde otros vehículos estaban estacionados (descubrió que nunca se había fijado en ellos), hasta llegar el suyo, como si lo reconociera por primera vez.
Así pasó el día. Al llegar a la oficina, en lugar de darse su ronda diaria por todos sus compañeros para saludar y dar besitos (“mis complejos para ser aceptados no tienen por qué condicionar mi futuro”), se internó en su cubículo sin pronunciar palabra, y sólo contestó durante la mañana, sin sonrisa forzada de por medio, lo estrictamente necesario.
Cuando llegó la hora modorrada posterior al almuerzo, en la que acostumbraba llamar a mamá y escribir algún e mail a un viejo amigo extrañado, prefirió dormir una siesta budista (10 minutos de relación que equivalen a 2 horas de descanso, con su i pod puesto).
Cuando terminó de trabajar buscó su carro desprevenidamente de nuevo. Camino a casa se dejó perder, tomando vías que no conocía o no eran habituales. Tratando de que la vía le pareciera nueva. Entonces pensó que realmente podía vivir cada día como si fuese distinto del anterior. Pero, “y lo que he aprendido ya?”, “lo pierdo?”.
Al llegar a casa quiso prender la tele, destapar una cerveza y beberla mientras se cambiaba la ropa como era su rutina, y pensó que las rutinas, aunque se repitieran, podían disfrutarse cada vez.
Estaba confundido: no podía dejar de ser quien había sido, pero quería llegar a ser quien se proponía. Era víctima del pasado y adicto al futuro, pero su presente no tenía color ni brújula sin ambas invenciones.
Entonces decidió olvidar con tanta convicción como había creído. Fue a su computadora y no abrió la página web de Osho. Recibió y abrió (lo que no hacía muy frecuentemente) un par de correos colectivos con chistes de gallegos y mensajes sobre Dios y la amistad.
Encendió la música en la sala, mientras buscaba ojear un libro. Ya le había hecho reset al experimento. La voluntad se había acabado (un día de duración). La soledad de su casa le hizo extrañar. Así que desechó el dibujo del hombre caminando en el aire, sobre las aves y sin tiempo. Y a esa hora, apenas caída la noche, llamó a Eugenia.
Thursday, October 9, 2008
El abandonado
Ando por las calles sin saber si alguien sabe que ando. Canto para mis adentros y hacia afuera sin percatarme de que alguien me escuche. Me pregunto si de verdad habrá algún Dios de cualquier tipo atestiguando mi existencia. Si será un poder multiforme capaz de ser viejo, rana, cielo y lluvia, o es un simple compañero inanimado como una hoja de árbol o un trozo de hierro, que contribuye a que sea tan pesada esta vida tan leve. A que de pronto esta sensación de sin mapa a mano sea más que una simple referencia, una metáfora barata y mal habida, sino un hallazgo certero, que hable de lo inexplicable y fútil que son los días mientras estamos vivos.
Tuesday, October 7, 2008
De los días y los años
Matías me propuso el domingo en la noche que más bien hiciéramos algo: que no se haga de noche para no tener que dormir, y que los lunes, en ves de ser lunes, fuesen sábados otra vez.
Ya en la mañana, rumbo al trabajo, me alegré de no decirle que, 36 años después, yo aún siento lo mismo que él. Quién quita que a Matías le vaya mejor.
Ya en la mañana, rumbo al trabajo, me alegré de no decirle que, 36 años después, yo aún siento lo mismo que él. Quién quita que a Matías le vaya mejor.
Friday, October 3, 2008
Hace apenas unos años
Yo no tenía celular, así que no pude llamarla. En su casa estaba dañado el reloj, por lo que ella no sabía que yo estaba tarde. Cuando finalmente llegué a la casa de Emilia, el timbre no servía, pero nunca me enteré, pensé que se había ido, que se había cansado de esperarme. Me fui a misa y regresé a su puerta. Ella se quedó dormida ya vestida para recibir mi visita. Me fui a casa. Pensé que no iba a perdonarme, así que no la busqué más. Al ver que había anochecido y yo no aparecía, ella creyó que había dejado de interesarme. No volvimos a vernos.
Nueva York
Camino por estas calles como si las conociera de nacimiento. Aunque probablemente esta no sea sino la segunda, la quinta o la décima vez que las camino. Nadie nota que no soy de aquí. No ser de aquí es lo natural. De eso se trata. De ser quien eres. Y mostrarlo. No importa de qué remoto lugar o cultura vengas. Esta es tu ciudad. Nuestra ciudad. Del que la quiera. O al menos del que la aprecie. Muchos no queremos vivir allí. O no hemos tenido el chance. Y aún es nuestra. Nueva York.
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